¿Quién no tiene televisión? ¿Y Celular? Sólo un 3% de la población. ¿Internet? Quizá menos personas, pero cada vez más.
La formas de comunicación cambiaron y sin saber bien porque, hacemos uso de ellas con costumbres y prácticas internalizadas.
Es frecuente ver a dos personas, sentados y charlando con otras personas por teléfono o separados por sendas Notebook intentando una comunicación que resultará tangencial con su interlocutor presente. Es extraño, pero esas personas experimentan una sensación de estar conectados. Es más existe el “pánico unpluged”, protagonizado por todo aquel que busca Wi-fi con cierta desesperación, o el trauma “Low bat“(batería baja en celulares), que persigue al usuario con la idea que al no tener más batería llegará la llamada más importante de su vida.
Con la tecnología siendo la vedette principal de este comienzo de siglo, la sociedad experimenta la necesidad de inmediatez en cualquier orden de la vida cotidiana. Es como si todos viviéramos en un reality show donde somos espectadores y actores al mismo tiempo. La necesidad de ser protagonistas, de pertenecer ha inclinado la balanza y una gran parte de la sociedad se considera o no comunicada respecto de la cantidad de GB que tiene disponibles su conexión a Internet, o las prestaciones de su celular. Las llamadas “redes sociales” como Facebook, Sónico, Hi5, o MySpace, canalizan la sensación de estar cada vez más conectado con otras personas, y propagandizan diversidad y creatividad, pero en el fondo terminan con el actor/espectador atornillado en su butaca frente a su cámara Web. La posibilidad de escribir, transmitir lo que se piensa, o describir online la actividad que se está practicando se resume a un par de líneas breves, y populares. El actor/espectador sabe que no lee ni escribe “cosas largas” porque la “tendencia” es lo contrario. La aparente mega movilización que “venden” estas redes sociales son tan virtuales como inmovilizantes. Sin embargo quien participa está convencido que es parte de algo.
El “mercado” adolescente, peligrosamente, es quien más hace uso de estas tecnologías. La peligrosidad a la que hago referencia no está sostenida en las horas que dedican los jóvenes frente a la computadora, sino a la sensación de haberse revelado, expresado, opinado y participado de esa forma y ni siquiera entender que la “Red Social” es otra cosa y las personas que intervienen en ella están de cuerpo presente.
Si hablamos estrictamente de la televisión, es pertinente invitarlos al maravilloso experimento de observar a una familia tipo sin la televisión en los horarios pico. Allí donde se juntan a almorzar, cenar, o simplemente compartir un momento en “familia”. El resultado de esa observación es la incidencia que tienen los medios de comunicación audiovisuales en la cotidianeidad de cada uno de nosotros.
¿Pero que influencia más profunda tienen? ¿Hacia que idea nos acercan, cada vez que marcan nuevas tendencias?
Una aceptación resignante acerca de que, lo que no está contenido en ellos no existe. Esto es poco perceptible, pero quizá sea el más profundo de los problemas. La opinión de una persona por si sola no es importante ante cualquier otra si no está validada por un medio, y a su vez lógicamente amplificada. Por lo tanto, la solo palabra no vale. Un hecho se legitima en forma instantánea a partir de aparecer en los medios.
Otra tendencia muy bien oculta pero de terribles consecuencias es lo que Humberto Eco describe como “El kitsch: la estética del mal gusto” Algo así como apoderarse de las expresiones artísticas más innovadoras, y llevarlas a un formato accesible a las grandes masas. De esta manera, “simplifica y superficializa la manifestación artística para ampliar las audiencias”
Es cierto que a través de la “tele” un grupo social grande concurre con igualdad de derechos a la vida pública y el consumo, disfrutando de las comunicaciones disponibles, pero también es verdad que como la televisión está dirigida a un público muy amplio y tiene como objetivo satisfacer todas esas expectativas, esquiva las propuestas originales que pudiesen “molestar” a algún sector en particular. Así neutraliza diferencias particulares, no fomenta la reflexión y transforma a los espectadores en consumidores, de manera insoslayable. Esto último también ha sido la tendencia que han ido construyendo desde esa caja llena de imágenes.
También la TV ha puesto al público en ese papel ambiguo de actor/espectador. Todos participamos de sorteos, cortes de manzana, y cámaras ocultas (somos cómplices de quien expone a la burla a otro, con la canallesca ventaja de saber de antemano las cosas). Hasta votamos para excluir de un reality a ese participante que no convence a la masa amplia y soberana que lo expulsará. Esa cultura de timba, castigo y exclusión es lo que nos liga a ese mundo que está tan lejos, pero en el comedor de nuestras casas.
Si vemos y escuchamos lo que, paradójicamente, no muestra y no dice la TV, nos encontraremos con una manipulación tan perfectamente diseñada como descarada.
Es común que los poderes de turno utilicen este medio como transporte hacia el control social.
En los últimos 30 años, quienes han dirigido la televisión en nuestro país han sido interesados y cómplices a la hora de “romper” los verdaderos tejidos sociales. El protagonismo ha sido sutil, alegando el reflejo de lo que sucede, pero determinante en la formación de comportamientos masivos.
La década del 90 en nuestro país propició un aceleramiento del “negocio” de los multimedios y esas prácticas se potenciaron. Las alianzas (Joint venture) en el rubro comunicaciones, se cobraron las vidas de los pocos y pequeños medios que podían garantizar mínimamente una pluralidad en caída constante. “Lo que no está escrito no está prohibido” fue la filosofía que empezó a imperar. Claro, la Ley de Radiodifusión, concebida por la dictadura, fue y es a medida para la manipulación, y los fines maquiavélicos con los que golpeó el proceso de reorganización nacional. Pero ni siquiera esas mentes tan macabras pudieron imaginar que en algunos años más, la aceleración tecnológica iba a potenciar la ley descomunalmente, que hasta la violencia explícita sobraría. Los dictadores y civiles colaboracionistas que pusieron en vigencia esa Ley, jamás imaginaron que durante los últimos 10 años del pasado milenio otras tecnologías permitirían, inclusive prescindir de la instrucción obtenida en la Escuela de las Américas.
En la actualidad se plantea desde el Gobierno Nacional un proyecto de Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual”, donde además de poner un eje central en las libertades individuales sostenidas desde la pluralidad y diversidad, es contenedora de “todos” los medios de comunicaciones audiovisuales.
Desde una simple “Spica”, pasando por operadoras de TV por cable o satelitales, Internet y hasta la telefonía celular tendrán derechos y obligaciones frente al estado y al público en general. Incluso al Estado se le asigna un papel principal a la hora de repartir espectro y hasta se anticipa una reserva del treinta y tres por ciento para entidades sin fines de lucro.
El debate de este proyecto está, “misteriosamente”, desaparecido de los grupos empresarios multimedíaticos que perderían ese control social que se vende al mejor postor entre oferentes de grupos económicos y políticos.
Es curioso, pero la Ley de Radiodifusión de la dictadura es la que permite (también por estar vacía de reglamentaciones para nuevos vehículos de comunicación) que esos grandes multimedios oculten el debate de una nueva Ley. Vale decir que, esa vieja Ley de Radiodifusión, es en si misma, una muestra acabada de que hay que cambiarla por otra.
Es preciso retomar la idea de actor/espectador, para ayudar a despegar estos roles y ubicarlos en el contexto de una nueva Ley con respeto a esas libertades individuales que tanto bien hacen al conjunto de una sociedad. Espectador, frente a los medios y actor social dispuesto a discernir y luego elegir entre distintas opciones. Participación en la toma de decisiones de esos medios como protagonistas de la construcción de un país más justo para todos.
Estar comunicados de verdad es el paso inicial.
Gustavo Romans
La formas de comunicación cambiaron y sin saber bien porque, hacemos uso de ellas con costumbres y prácticas internalizadas.
Es frecuente ver a dos personas, sentados y charlando con otras personas por teléfono o separados por sendas Notebook intentando una comunicación que resultará tangencial con su interlocutor presente. Es extraño, pero esas personas experimentan una sensación de estar conectados. Es más existe el “pánico unpluged”, protagonizado por todo aquel que busca Wi-fi con cierta desesperación, o el trauma “Low bat“(batería baja en celulares), que persigue al usuario con la idea que al no tener más batería llegará la llamada más importante de su vida.
Con la tecnología siendo la vedette principal de este comienzo de siglo, la sociedad experimenta la necesidad de inmediatez en cualquier orden de la vida cotidiana. Es como si todos viviéramos en un reality show donde somos espectadores y actores al mismo tiempo. La necesidad de ser protagonistas, de pertenecer ha inclinado la balanza y una gran parte de la sociedad se considera o no comunicada respecto de la cantidad de GB que tiene disponibles su conexión a Internet, o las prestaciones de su celular. Las llamadas “redes sociales” como Facebook, Sónico, Hi5, o MySpace, canalizan la sensación de estar cada vez más conectado con otras personas, y propagandizan diversidad y creatividad, pero en el fondo terminan con el actor/espectador atornillado en su butaca frente a su cámara Web. La posibilidad de escribir, transmitir lo que se piensa, o describir online la actividad que se está practicando se resume a un par de líneas breves, y populares. El actor/espectador sabe que no lee ni escribe “cosas largas” porque la “tendencia” es lo contrario. La aparente mega movilización que “venden” estas redes sociales son tan virtuales como inmovilizantes. Sin embargo quien participa está convencido que es parte de algo.
El “mercado” adolescente, peligrosamente, es quien más hace uso de estas tecnologías. La peligrosidad a la que hago referencia no está sostenida en las horas que dedican los jóvenes frente a la computadora, sino a la sensación de haberse revelado, expresado, opinado y participado de esa forma y ni siquiera entender que la “Red Social” es otra cosa y las personas que intervienen en ella están de cuerpo presente.
Si hablamos estrictamente de la televisión, es pertinente invitarlos al maravilloso experimento de observar a una familia tipo sin la televisión en los horarios pico. Allí donde se juntan a almorzar, cenar, o simplemente compartir un momento en “familia”. El resultado de esa observación es la incidencia que tienen los medios de comunicación audiovisuales en la cotidianeidad de cada uno de nosotros.
¿Pero que influencia más profunda tienen? ¿Hacia que idea nos acercan, cada vez que marcan nuevas tendencias?
Una aceptación resignante acerca de que, lo que no está contenido en ellos no existe. Esto es poco perceptible, pero quizá sea el más profundo de los problemas. La opinión de una persona por si sola no es importante ante cualquier otra si no está validada por un medio, y a su vez lógicamente amplificada. Por lo tanto, la solo palabra no vale. Un hecho se legitima en forma instantánea a partir de aparecer en los medios.
Otra tendencia muy bien oculta pero de terribles consecuencias es lo que Humberto Eco describe como “El kitsch: la estética del mal gusto” Algo así como apoderarse de las expresiones artísticas más innovadoras, y llevarlas a un formato accesible a las grandes masas. De esta manera, “simplifica y superficializa la manifestación artística para ampliar las audiencias”
Es cierto que a través de la “tele” un grupo social grande concurre con igualdad de derechos a la vida pública y el consumo, disfrutando de las comunicaciones disponibles, pero también es verdad que como la televisión está dirigida a un público muy amplio y tiene como objetivo satisfacer todas esas expectativas, esquiva las propuestas originales que pudiesen “molestar” a algún sector en particular. Así neutraliza diferencias particulares, no fomenta la reflexión y transforma a los espectadores en consumidores, de manera insoslayable. Esto último también ha sido la tendencia que han ido construyendo desde esa caja llena de imágenes.
También la TV ha puesto al público en ese papel ambiguo de actor/espectador. Todos participamos de sorteos, cortes de manzana, y cámaras ocultas (somos cómplices de quien expone a la burla a otro, con la canallesca ventaja de saber de antemano las cosas). Hasta votamos para excluir de un reality a ese participante que no convence a la masa amplia y soberana que lo expulsará. Esa cultura de timba, castigo y exclusión es lo que nos liga a ese mundo que está tan lejos, pero en el comedor de nuestras casas.
Si vemos y escuchamos lo que, paradójicamente, no muestra y no dice la TV, nos encontraremos con una manipulación tan perfectamente diseñada como descarada.
Es común que los poderes de turno utilicen este medio como transporte hacia el control social.
En los últimos 30 años, quienes han dirigido la televisión en nuestro país han sido interesados y cómplices a la hora de “romper” los verdaderos tejidos sociales. El protagonismo ha sido sutil, alegando el reflejo de lo que sucede, pero determinante en la formación de comportamientos masivos.
La década del 90 en nuestro país propició un aceleramiento del “negocio” de los multimedios y esas prácticas se potenciaron. Las alianzas (Joint venture) en el rubro comunicaciones, se cobraron las vidas de los pocos y pequeños medios que podían garantizar mínimamente una pluralidad en caída constante. “Lo que no está escrito no está prohibido” fue la filosofía que empezó a imperar. Claro, la Ley de Radiodifusión, concebida por la dictadura, fue y es a medida para la manipulación, y los fines maquiavélicos con los que golpeó el proceso de reorganización nacional. Pero ni siquiera esas mentes tan macabras pudieron imaginar que en algunos años más, la aceleración tecnológica iba a potenciar la ley descomunalmente, que hasta la violencia explícita sobraría. Los dictadores y civiles colaboracionistas que pusieron en vigencia esa Ley, jamás imaginaron que durante los últimos 10 años del pasado milenio otras tecnologías permitirían, inclusive prescindir de la instrucción obtenida en la Escuela de las Américas.
En la actualidad se plantea desde el Gobierno Nacional un proyecto de Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual”, donde además de poner un eje central en las libertades individuales sostenidas desde la pluralidad y diversidad, es contenedora de “todos” los medios de comunicaciones audiovisuales.
Desde una simple “Spica”, pasando por operadoras de TV por cable o satelitales, Internet y hasta la telefonía celular tendrán derechos y obligaciones frente al estado y al público en general. Incluso al Estado se le asigna un papel principal a la hora de repartir espectro y hasta se anticipa una reserva del treinta y tres por ciento para entidades sin fines de lucro.
El debate de este proyecto está, “misteriosamente”, desaparecido de los grupos empresarios multimedíaticos que perderían ese control social que se vende al mejor postor entre oferentes de grupos económicos y políticos.
Es curioso, pero la Ley de Radiodifusión de la dictadura es la que permite (también por estar vacía de reglamentaciones para nuevos vehículos de comunicación) que esos grandes multimedios oculten el debate de una nueva Ley. Vale decir que, esa vieja Ley de Radiodifusión, es en si misma, una muestra acabada de que hay que cambiarla por otra.
Es preciso retomar la idea de actor/espectador, para ayudar a despegar estos roles y ubicarlos en el contexto de una nueva Ley con respeto a esas libertades individuales que tanto bien hacen al conjunto de una sociedad. Espectador, frente a los medios y actor social dispuesto a discernir y luego elegir entre distintas opciones. Participación en la toma de decisiones de esos medios como protagonistas de la construcción de un país más justo para todos.
Estar comunicados de verdad es el paso inicial.
Gustavo Romans
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