El sol de aquella tarde había amanecido igual que todas las tardes de verano y al mediodía hacía sentir su calor en nuestras espaldas desnudas. Nuestra infancia transcurre apacible entre estas calles arenosas de pueblo chico del interior de la provincia de Buenos Aires.
Vivimos en el territorio ideal para crecer jugando.
A pocos metros de nuestro patio están las vías del ferrocarril San Martín, llenas de vagones listos para llenarse de granos que viajaran a llenar la panza de los barcos amarrados en el puerto de Buenos Aires.
Ahí nomás, cerquita están los inmensos galpones de acopio de cereales, con los silos y norias, con miles de recovecos donde esconderse a imaginar. Y sino esta el campo, las lagunas y los montes. Cualquier niño tiene a mano una aventura en Baigorrita.
Al lado de mi casa vive Doña María Gallardini. Es vieja, alta y grandota. Viste de forma extraña, como antigua. Lleva siempre unas polleras o vestidos muy largos y remendados con enaguas de género de color blanco. Cubre su cabello con una media de nylon grueso a modo de gorrito y sobre aquel, un sombrero de ala ancha. También abriga las manos delgadas y huesudas con medias de colores con agujeros por los que se escurren diez dedos largos y flacos.El celeste profundo de sus ojos se parece al de los de Adriana, su nieta, que tiene algunos años más que yo y vive del otro lado de las vías.
Doña María podría haber sido una más de las abuelas de éste pueblo, pero todo su aspecto y algunas actitudes me hacen pensar que seguro es una bruja.Su casa de un marrón desteñido, está casi abatida por la humedad y los años. Desvencijada y oculta en medio de un bosquecito de cañas, abona, con su aspecto a mis ideas respecto de su oficio de hechicera. Vive rodeada de gatos de pelajes de múltiples colores.
Tiene muchos gatos y algunas gallinas; y el patio, a diferencia de todos los patios del pueblo tiene una pared de ladrillos que la rodea y aísla, de modo que no comparte su vida con nadie.Las vecinas bajan a la calle cuando cruzan frente al sitio, como queriendo esquivarla. Es que a veces alguien pasa distraído por la vereda y ella escondida entre los cañaverales les habla de repente para asustarlo.
Hoy salió de su casa y olvidó poner candado en la reja de entrada. No es precisamente una reja como pueda cualquiera imaginar, sino un tejido de alambre romboidal, con un portoncito de hierro y alambre del mismo tipo que separa la vivienda de la vereda.Mi hermano y yo todavía debatimos si será una tarde de campo o de montes cuando la vemos salir.Abruptamente la discusión finaliza y acordamos explorar la casa de la bruja, será una buena aventura y pondrá fin a los misterios que rondan nuestras afiebradas cabezas.En principio Sandro formula algunos planteos poco convincentes que apuntan a desanimarme; está bastante cagado, así que decidimos que yo entro primero.
Caminamos despacito con el corazón golpeando cada vez más fuerte. Con cada paso aumenta el sincopado... - ...dum tuc dum tuc dum tuc... – por momentos creo que los gatos de la casa van a escucharlo.A la altura del portón advierto que ya no puedo dar marcha atrás, no quiero que mañana en mi escuela, todos los pibes, y menos las pibas se enteren que a último momento arrugué.Llevo la sangre a punto de perforarme alguna arteria y salirse de dentro del cuerpo. Con mucha delicadeza corro el pasador del portoncito.
Las manos transpiran y de tanto en tanto me vuelvo para ver a mi hermano que me acompaña con la mirada desde la seguridad de la vereda, oficiando de “campana” por si Doña María vuelve. En uno de esos giros, nuestras miradas se cruzan y veo como los rulitos que pueblan su cabeza se han puesto tiesos como resortes.- Esta más cagado que yo. – pienso y me contagio el cagazo.
Ya dentro del patio, y con el portoncito cerrado, avanzo entre la maraña de cañas que rodean la casa hasta el corredor de chapas. Es una galería antigua, de esas que tienen un alerito de chapas que en los bordes tienen formitas como de flor de líz invertida. Todo alrededor está oxidado y ahumado.Creo que ya no soy yo el que avanza por acá, sino mi espíritu, el que porfiado marcha sin remedio a una trampa tanta veces imaginada.Mi cabeza va llena de ruidos, de ramas que se rompen y pájaros que más que trinar gritan.Ha pasado poco rato del mediodía, pero el lugar está sombrío.
Alcanzo a la puerta principal, siento un profundo mareo, náuseas y la presión a punto de matarme.Aquel mundo fantástico de niño de siete años me juega una mala pasada, estoy seguro que detrás de esa puerta acecha el culebrón, o algún otro monstruo que toda bruja obligatoriamente debe poseer.- Por eso los gatos – cavilo – Son la comida de esa aberración producto de quien sabe que conjuro horrible... y si come animales, seguro me podría comer a mí también.
Temblando tomo el enorme y viejo picaporte.- Hasta el picaporte y la cerradura son de casa de bruja – Pienso mientras trato de tragar saliva para hidratar la boca seca producto del inmenso espanto que invade cada célula. No hay saliva, nada, ni un poquito. Mi boca está tan seca como la pintura verde y resquebrajada de esa puerta ciega que enfrento. Tampoco existen vidrios que me permitan al menos espiar el interior.
Me encomiendo a mi Ángel de la Guarda, el de la dulce compañía, ese al que mi abuela me hace pedirle cada noche antes de dormir, para que no me desampare ni de noche, ni de día, y abro de un golpe.Desde dentro brota una corriente gélida, me ahoga el ácido olor a grasa rancia.
Por un instante creo ver la cola del monstruo que se mete debajo de la cocina a leña para acecharme. Me vuelvo para mirar a mi hermano, pero el cañaveral lo impide. Doy un paso o dos dentro del lúgubre recinto, y en ese instante se escabulle aquel monstruoso ser que al pasar roza mis piernas desnudas.Es bastante difícil explicar la catarata de emociones que me asaltan en una fracción de segundo.
Ahora estoy corriendo, batiendo el récord mundial de los veinte metros llanos. No recuerdo haber abierto el portón, quizá pasé a través de alguno de los rombos del tejido. Ahora mi cara esta justo frente al serrucho de la puntera de las “Flecha” de mi hermano, y al lado, muy cerca de mi oreja derecha un inmenso gato gordo y negro se frota contra las piernas del valiente vigilante.
No tengo dudas, aquel gato capón es el mismísimo culebrón mutado en otra criatura, finalmente las brujas están para fabricar esos hechizos.
Recuperado el aliento pienso en aquella inspección, una aventura que en lugar de despejar ideas me deja el seso lleno de signos de pregunta.
A partir de hoy y para siempre bajaré a la calle cuando me toque pasar frente a la reja de Doña María, porque mi vieja vecina, a pesar de tener una nieta unos años mayor que yo, con una mirada celeste que cautiva; creo que esa anciana es una bruja.
MARIO ALONSO
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